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Extremadura: del agravio a la acción

Desde hace años, la conversación pública en Extremadura gira con frecuencia en torno al agravio comparativo frente a las “regiones ricas”. Según este relato, Extremadura sería “la gran olvidada”, mientras otras regiones, principalmente Cataluña, progresan gracias al impulso del Estado.

El caso del movimiento ciudadano Milana Bonita ilustra bien este malestar extremeño. Surgido como respuesta al abandono ferroviario, el movimiento logró movilizar a miles de personas con una reivindicación justa y necesaria: un tren digno. Pero el marco simbólico que lo sostiene, la identificación con la Milana Bonita de Delibes, consolida una narrativa donde la ciudadanía extremeña aparece como víctima pasiva, dependiente de la voluntad ajena.

Sin embargo, la narrativa del abandono tiene poco que ver con la realidad. En términos fiscales, Extremadura es, año tras año, una receptora neta de recursos desde la creación del Estado autonómico. Las transferencias fiscales (la diferencia entre lo que Extremadura aporta al sistema común y lo que recibe del Estado) se sitúan entre los 2.000 y 3.000 millones de euros netos al año (fuente). Esto equivale a entre el 10 % y el 15 % del PIB (Producto Interior Bruto) regional. Estas transferencias son clave para que Extremadura puede sostener unos niveles de gasto público por habitante comparables a los de las regiones más ricas del país. También han contribuido a mejorar paulatinamente el nivel relativo de riqueza: la relación entre el PIB per cápita extremeño y el nacional ha pasado del 60 % a comienzos de los años ochenta al 75 % actual. En este sentido, Extremadura está lejos de ser una región olvidada: ha sido objeto de un esfuerzo sostenido de redistribución.

Hay, en cualquier caso, motivos para el malestar. El territorio extremeño, vasto y escasamente poblado, está mal conectado. La tasa de desempleo es del 16.6%, frente a un 11.4% nacional (Encuesta de Población Activa, 1T 2025). El 27.6% de los extremeños vive por debajo del umbral de riesgo de pobreza (fuente). El PIB per cápita ronda el 75 % de la media nacional y está muy por debajo de las regiones más ricas de España. Además, aunque Extremadura es desde hace décadas una de las regiones menos densamente pobladas de Europa (26 habitantes/km²), ha perdido unos 60.000 habitantes desde el año 2011.

De no corregir el rumbo actual, el futuro próximo se presenta desalentador. El Instituto de Estadística de Extremadura proyecta una pérdida demográfica sostenida durante los próximos 15 años, con una pérdida del 15 % de los jóvenes. El ecosistema económico extremeño no ofrece oportunidades viables para el relevo generacional.

A pesar de las transferencias fiscales dentro del Estado Autonómico y los fondos europeos (FEDER), Extremadura lleva décadas sin conseguir estructurar un proyecto de desarrollo sólido. Más allá de los condicionantes económicos, un elemento determinante ha sido la limitada capacidad estratégica de la élite política y funcionarial regional. Durante décadas, la acción pública ha estado dominada por la gestión coyuntural de fondos europeos y transferencias estatales, sin una visión estructural de largo plazo. La administración opera en modo reactivo, con escasa evaluación del impacto de sus políticas, y bajo la influencia de redes clientelares y lobbies que perpetúan el statu quo. Este conformismo gerencial ha limitado la capacidad de Extremadura para romper el estancamiento regional y retener talento, perpetuando un modelo económico dependiente y poco competitivo.

Frente a esto, Extremadura necesita un proyecto político que transforme sus ventajas comparativas en soberanía productiva y bienestar compartido. Para ello, la región dispone de una combinación única de recursos. Su vasto territorio (tiene el tamaño de Suiza), escasa densidad de población (semejante a la de Finlandia o Noruega) y bajos precios ofrecen importantes oportunidades. Y lo más relevante: Extremadura tiene niveles de irradiación solar muy altos (hasta 2200 kWh/km2/año), lo que le confiere una de las mayores capacidades de captación solar por km² de Europa.

Existe sin embargo el riesgo de que Extremadura se convierta en territorio de extracción sin retención de valor. La región ya produce seis veces más electricidad de la que consume. Así, si la energía verde se concibe como una commodity (producida a gran escala para ser exportada sin producción de valor en el territorio), no habremos roto con el pasado de dependencia. Para evitarlo, las particulares condiciones de partida de Extremadura deben utilizarse para desarrollar una estrategia ambiciosa: un plan para transformar la ventaja energética en tejido productivo, empleo cualificado e innovación tecnológica.

El primer eje prioritario debe ser la atracción de industrias electrointensivas. Un informe de la OCDE ya señala que debe considerarse trasladar industrias intensivas en energía a regiones con precios bajos como España. Extremadura, con su abundancia de sol y suelo, junto con la capacidad instalada de generación, permitiría atraer este tipo de industria si se crean las condiciones para ello.

La segunda línea debe consistir en el desarrollo de una economía agroecológica de alto valor añadido. Extremadura ya dispone de un sector agroalimentario potente, pero fragmentado y con escaso vínculo con la I+D. Una estrategia transformadora implicaría impulsar la agrotecnología y todas las industrias asociadas, así como el fortalecimiento de cooperativas y pymes que integren producción, procesado y comercialización.

Entorno a estos dos ejes deben articularse áreas muy diversas en las que incidir: transportes, redes inteligentes de producción y consumo de energía eléctrica, digitalización, educación superior. Para que esta estrategia sea viable, deben implicarse múltiples actores: el gobierno regional, ayuntamientos, universidades y centros tecnológicos, empresas, cooperativas, sindicatos y sociedad civil. Pero más importante aún es repensar el modelo de gobernanza: dotar de autonomía técnica a los organismos públicos, evaluar políticas públicas con métricas de impacto, e integrar la planificación energética, industrial y territorial bajo un mismo marco estratégico. Con visión, voluntad política y una gobernanza eficaz, Extremadura podría emprender el camino para dejar de ser periferia.

Pero esta transición verde no debería concebirse como una simple sustitución tecnológica, sino como una oportunidad para reimaginar desde el territorio una forma de vida más habitable, sostenible y tecnológica. Un sistema energético basado en renovables distribuidas permitiría electrificar el territorio sin concentrar el poder en grandes operadores externos. La ganadería extensiva y la agricultura de calidad podrían convivir con sensores, robótica y automatización, manteniendo los valores culturales de la dehesa y proyectándolos hacia el futuro. Una red densa de trenes regionales podría superar el aislamiento sin reproducir el modelo logístico intensivo de las autovías. La digitalización de servicios públicos y la atracción de teletrabajo permitirían retener juventud y atraer nuevos perfiles.

Llevar a cabo esta transformación requiere más que diagnósticos técnicamente certeros: necesita una mayoría social y política que la haga posible, la sostenga en el tiempo y la defienda frente a los intereses de una minoría. Esa mayoría social no puede nacer de lógicas partidistas tradicionales, ni de bloques ideológicos rígidos, sino de un nuevo consenso regional plural, transversal y netamente extremeño. Una alianza entre progresistas urbanos, liberales reformistas, juventud, clases trabajadoras, capital local y movimientos ecologistas, capaces de imaginar un futuro común.

Los movimientos ecologistas extremeños han jugado sin embargo históricamente un papel ambivalente. Por un lado, han sido clave en la defensa del territorio frente a macroproyectos sin claro retorno local. Por otro, su desconfianza estructural hacia la industrialización ha contribuido a bloquear consensos sociales necesarios para transformar el modelo productivo. Esta resistencia no es gratuita: parte de una experiencia acumulada de décadas donde muchas inversiones “externas” se han vivido como formas de extracción, no de progreso. Pero si no se redefine esta relación, la región corre el riesgo de encerrarse en una defensa inmovilista de lo existente, sin alternativas viables para retener población ni generar empleo.

Para incorporar a todo el ecologismo, el reto consiste en reconfigurar el discurso político regional para que la transición verde no se viva como una amenaza, sino como una oportunidad compartida. Esto implica diseñar proyectos industriales que sean ecológicamente responsables, que incluyan retornos para las comunidades afectadas y que respeten los equilibrios territoriales.

Esta alianza entre ecologistas, jóvenes, actores productivos y nueva ciudadanía urbana puede ser la base de una nueva mayoría regional transformadora. Para ello, la acción política debe dejar de girar en torno a agravios identitarios o lealtades partidistas, y empezar a canalizar el malestar social hacia una voluntad de transformación democrática del territorio.